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PONENCIAS | |
Una aproximación penal y criminológica al concepto de eutanasia |
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Dra. María Susana Ciruzzi |
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El tema de la Eutanasia nos lleva -en el terreno penal y criminológico- a enfrentarnos con una situación que escapa a los parámetros comunes de un homicidio. Eutanasia deriva del griego eu (bien) y thánatos (muerte), buena muerte, muerte sin sufrimiento físico y, en sentido restrictivo, la que así se provoca voluntariamente. Desde el punto de vista criminológico, en la eutanasia el sujeto pasivo (a quien se le da muerte -víctima-) reviste singular importancia, por lo que resulta necesario plantearnos el estudio de los roles del victimario y de la víctima en esta figura. Para ello acudiremos a la victimología, disciplina que consiste en el estudio científico de la víctima. La víctima puede constituirse en el factor desencadenante en la etiología del crimen y asumir -en ciertos hechos y circunstancias- un rol de acompañamiento que integra al delito. Lo que aspira la victimología es a visualizar que en la determinación delictiva en que siempre hay víctimas, es preciso perseguir y estudiar sus rasgos, características, comportamiento y conducta, para relacionarlos directamente con el obrar delictuoso. Un estudio de la criminogénesis no puede ser relevante y serio sino se tiene en cuenta el papel jugado por la víctima y en qué medida ella ha contribuido -consciente, inconsciente o subconscientemente- al acto. De modo que, así como en criminología se habla del estudio físico, psíquico y social del delincuente, también habrá que estudiar, en principio, similares aspectos del ofendido y ver entonces el desenvolvimiento del suceso delictual como un todo. La conducta de la víctima es relevante en múltiples sentidos. Se manifiesta tanto en las relaciones con el delincuente, el hecho y el movimiento de la criminalidad, como también en los que se refieren al control del delito, la política jurídica y, finalmente, la investigación criminológica. Mendelshon se refiere a la pareja penal, que debe ser distinguida de lo que el italiano Escipión Sighele denominaba pareja delincuente. En ésta, existe mutuo y pleno consenso en la armonía delictiva en que dos personas, caracterizadas como íncubo y súcubo en el lenguaje psicoanalítico, realizan un crimen. Es la comisión del delito en que dos están de acuerdo. La pareja penal no es armónica sino contrapuesta. Suele comenzar siendo armónica -como en la estafa- pero lo que interesa al delincuente -fundamentalmente- es causar, al final, esa desarmonía que determina y destaca los roles a que estaban destinados en el acto delictual: victimario y víctima. En la pareja delincuente se actúa por las claras y determinantes sugestiones del íncubo-dominante al súcubo-dominado. Esta suerte de dialéctica de la pareja engendra y reditúa comportamientos antijurídicos conjuntos. Hay casos en que la relación es poco clara, ya que resulta difícil determinar si el acto se consumó por una pareja delincuente o bien por una pareja penal. Por ejemplo: en la instigación al suicidio, puede suponerse el caso en que tanto el criminal como la víctima tengan similares responsabilidades. Habrá que determinar quién fue el instigador (íncubo) y quién el instigado (súcubo). En estos casos, tiene singular importancia criminológica el instinto tanático: el interés o deseo de morir. El estudio de las relaciones interpersonales implica un juego de subjetivismos que interesa profundamente al criminólogo. Y también al jurista, porque cabría advertir que en ambos polos de la pareja existe una doble personalidad: se es víctima y victimario. En la clasificación de las víctimas que realiza Mendelshon, se señala el caso de la víctima tan culpable como el infractor o "víctima voluntaria". Este sería el caso -entre otros- de la eutanasia, en que la víctima sufre de una enfermedad incurable (o ha tenido un accidente gravísimo aislado de toda posibilidad médica) y, no pudiendo soportar los dolores, implora que se le ayude a morir. Mendelshon acota que en estos casos la víctima es tan o más responsable que el autor. Sin embargo, siempre debería despuntar un análisis lógico crítico de los hechos. Supóngase un médico que progresivamente va señalando a su paciente que no tiene remedio y que por lo tanto no le queda otra posibilidad que morir, hasta que el enfermo le solicita la inyección letal. En este caso cabría una clara instigación y ya no se trataría de la víctima suplicadora que por su propia voluntad y ante sus crueles padecimientos, solicita desesperadamente la muerte. Para graduar certeramente la actividad del agredido en la ocasión, es imprescindible efectuar una investigación previa y determinar frente a qué tipo de pareja situarnos. Estas observaciones conducen directamente al problema de la legitimidad de la eutanasia, y de su relación con las figuras delictivas de la instigación y ayuda al suicidio y del homicidio piadoso. Previamente, resulta necesario dejar en claro un concepto fundamental para el desarrollo del tema: la eutanasia que traigo a colación es aquélla que se realiza sobre un sujeto que -tras largos y penosos padecimientos y sin posibilidad alguna de mejoramiento- solicita (por sí o por medio de sus familiares) a su médico que lo ayude a morir. No comparto la idea de ninguna eutanasia de carácter selectivo, que propugne la eliminación de seres humanos con taras o deformaciones, o de los viejos por el simple hecho de no constituir ya fuente productiva, lo que nos remontaría a tremendas y trágicas épocas -no tan lejanas- de nuestra historia universal. Sentado esto, Jiménez de Asúa establece dos grupos que entrarían dentro del concepto de eutanasia que he señalado: a) los perdidos irremediablemente a consecuencia de alguna enfermedad o de alguna herida -como los cancerosos, los enfermos de SIDA, los lesionados de muerte, etc.- que en plena conciencia de su estado demandan perentoriamente el fin de sus sufrimientos, dándolo a entender de un modo cualquiera. b) seres espiritualmente sanos, que por un acontecimiento cualquiera -tal vez por una herida grave- han perdido el conocimiento y que cuando salgan de su inconsciencia, si es que llegan a recobrar el sentido, caerán en el más miserable estado, en una condición enteramente desesperada, con destino de una muerte segura. En la primera de estas categorías de individuos "desprovistos de valor vital", la muerte que se les procura es liberadora, ya que ellos mismos la demandan o consienten en ella para acortar su acerbo sufrir. En la segunda, la muerte dada a esos desgraciados seres es a la vez eliminadora y liberadora, ya que, además de seleccionar, tiende a que los accidentados no experimenten -al recobrar el sentido- posibles padecimientos y dolores extremos. En una primera aproximación penal a la figura de la eutanasia, debemos tratar la figura delictiva de la instigación y ayuda al suicidio. El art. 83 CP pune con prisión de 1 a 4 años al que "instigare a otro al suicidio o le ayudare a cometerlo, si el suicidio se hubiese tentado o consumado". La instigación se concibe aquí como la acción por medio de la cual el agente trata de persuadir a un sujeto de que se dé muerte a sí mismo. La acción destinada a convencer a la víctima puede adoptar cualquier forma que no implique eliminar la voluntariedad de aquélla en la decisión de darse muerte (consejos, promesas), o que no suplante esa voluntad de modo principal por la del agente (mandato, orden) y expresarse por cualquier medio: escrito, verbal, simbólico; hasta puede adquirir la forma de actos realizados directa o indirectamente sobre la víctima, intencionalmente dirigidos a que tome la determinación de darse muerte (prolongados malos tratos infligidos para producir sufrimientos morales, etc.). Se requiere decidir al otro a suicidarse, por lo cual no son suficientes para incurrir en delito la incitación, proposición o provocación -que pueden ser rechazadas- como tampoco las bromas. La expresión ayuda está tomada en el sentido de cooperación material al hecho del suicidio del tercero, cualquiera sea su especie o calidad. La diferencia entre esta ayuda y el homicidio, está en la circunstancia de que en ella el agente no debe haber realizado actos materiales sobre el cuerpo de la víctima que importen la acción de matar, pues entonces se trataría de un homicidio consentido, punible de conformidad con el art. 79 CP (sería ayuda al suicidio la que se presta al suicida para colocarse el nudo corredizo, pero comete homicidio el que corre el banco sobre el cual se apoyaba para que cuelgue). Se tiene que tratar de actos materiales, aunque la prestación de ayuda no implique, necesariamente, actuar con los medios instrumentales del suicidio; por ejemplo: constituirá ayuda enseñar a quien tiene la determinación de matarse, el procedimiento más seguramente letal, indicándole -por ejemplo- el veneno adecuado, el lugar donde tiene que aplicarse el arma, etc. Por supuesto, que también ayuda el que interviene en el procedimiento suicida, en cuanto no se trate de una intervención que lo convierta en autor de la muerte, como sería el caso de quien vigilara para impedir la intervención de terceros que podrían evitar el suicidio. En todos los casos, es necesario que el suicidio se consume o se tiente, para que el accionar desplegado o la omisión, adquieran relevancia a los efectos penales. Como podemos apreciar, el concepto de eutanasia no implica la ayuda o instigación al suicidio -en el sentido técnico explicado- sino que nos coloca ante la situación más grave de quien ejecuta la muerte de un tercero a su pedido (o de sus familiares), esto es, un homicidio consentido (art. 79 CP "el que matare a otro"). El núcleo de la figura del homicidio-suicidio u homicidio-consentido es la decisión suicida, la conducta del que ejecuta la muerte es sólo instrumento de la voluntad de quien desea extinguir su propia vida. En esta figura, el sujeto activo quiere ayudar a otro para que se suicide, llegando esa ayuda hasta el punto de ejecutar él mismo la muerte. Se aprecia que en el homicidio-suicidio la conducta ejecutiva sirve a la voluntad ajena, su voluntad es el privar de la vida a otro individuo con el consentimiento de éste. Conforme Enrico Ferri, el homicidio-suicidio (suicidio indirecto) puede revestir dos formas: una que se da con mucha rareza y que cae en la esfera propia de las psicopatologías, y consiste en el homicidio cometido con el solo objeto de sufrir la pena de muerte. Otra, que va apareciendo cada día con más frecuencia y que escapa a los límites de la psiquiatría, consiste en la muerte o en la ayuda que pide y obtiene de otro, quien no posee fuerzas físicas o morales suficientes para darse la muerte a sí mismo. Y es esta última la que da lugar al problema de si es responsable jurídicamente el que facilita o realiza el homicidio con el consentimiento de la víctima y hasta qué punto alcanza dicha responsabilidad. Resulta difícil admitir la existencia del homicidio-suicidio, pero hay casos en que por la imposibilidad física o moral de la víctima, dominada por el miedo o la cobardía, ésta se ve obligada a pedir a un tercero que tenga la fuerza suficiente que a ella le falta, y le dé muerte. Hay entonces tan sólo una tonalidad de diferencia entre el homicidio eutanásico y el homicidio consentido. En ambos, la víctima consiente su muerte; en ambos es un tercero el que da muerte a la víctima, pero la diferencia está en los motivos específicos del homicidio eutanásico con respecto al homicidio consentido. Digo específicos, porque en éste también el autor puede dar muerte a la víctima por piedad, pero el eutanásico exige siempre el motivo piadoso y que la víctima esté irremisiblemente condenada a morir y sufra dolores insoportables. Como se ha expresado, la eutanasia está siempre inspirada en un móvil generoso, compasivo, y en ella se exige como requisito esencial el consentimiento de la víctima (o sus familiares). Es por ello, que esta conducta se ha asimilado al homicidio piadoso, es decir, aquél en el que el sujeto mata llevado por un sentimiento de piedad, para acabar con los sufrimientos de la víctima. Sin embargo, la eutanasia requiere como conditio sine qua non el consentimiento de la persona (o de sus familiares), en tanto que el homicidio piadoso puede ejecutarse aún contra la voluntad del sujeto pasivo, ya que lo relevante en el mismo es el móvil con el cual actúa el sujeto activo. La eutanasia implica dos elementos inseparables e insustituibles: consentimiento y móvil piadoso. Los partidarios de la eutanasia, aceptan que ésta se lleve a cabo cuando es realizada por los médicos, puesto que el médico tiene como función no solamente curar al enfermo, sino aliviarlo en su dolor, y si no es posible la curación, por lo menos puede ahorrarle una cruel agonía, dado que el concepto más aceptado de la eutanasia consiste en dar muerte a una persona que padece un mal incurable, con su consentimiento, y con el fin de evitarle una larga y cruel agonía. Sin embargo, nuestra ley no contempla ni el homicidio consentido, ni el homicidio piadoso ni el homicidio eutanásico. Y más aún, en tanto la eutanasia activa (el provocar directamente la muerte de la persona que sufre) está equiparada a un homicidio simple (art. 79 CP) y es la que más polémicas despierta, la eutanasia pasiva (esto es, interrumpir los tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados) está aceptada hasta tal punto que la contempla el Nuevo Catecismo, al sostener que "con esto [este procedimiento] no se pretende provocar la muerte: se acepta no poder impedirla". Y agrega que "las decisiones deben ser tomadas por el paciente o por quienes tienen los derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses del paciente". Rara paradoja de la que parecería desprenderse el hecho de que "no actuar" es totalmente distinto a "actuar", perdiendo así de vista que -desde el punto de vista penal- tanto la acción como la omisión presentan relevancia jurídica. Tan es así, que el art. 106 CP (Abandono de Personas) establece que "El que pusiere en peligro la vida o la salud de otro, sea colocándolo en situación de desamparo, sea abandonando a su suerte a una persona incapaz de valerse y a la que deba mantener o cuidar o a la que el mismo autor haya incapacitado, será reprimido con prisión de seis (6) meses a tres (3) años. La pena será de reclusión o prisión de tres (3) a seis (6) años, si a consecuencia del abandono resultare un grave daño en el cuerpo o en la salud de la víctima. Si ocurriere la muerte, la pena será de tres (3) a diez (10) años de reclusión o prisión". Esto nos coloca ante el dilema de tener una conducta (u omisión) aceptada por el catecismo y repudiada y sancionada por el código penal. Entonces, ¿qué criterio debemos adoptar los juristas ante un homicidio perpetrado por compasión? ¿Qué postura deben tomar los magistrados ante tales hechos y frente al autor de una muerte piadosa? El consentimiento y el móvil en estas acciones, ¿constituyen una causa de atipicidad conglobante, una causa de justificación, una causa de inculpabilidad o una excusa absolutoria? Enrico Ferri ha dicho que "el que da muerte a otro con su consentimiento no es jurídicamente responsable si ha sido determinado a la acción no sólo por el consentimiento de la víctima sino por un motivo moral, social y legítimo; en cambio, será jurídicamente responsable si ese motivo en su acción es inmoral, antisocial y antijurídico". Todos estos interrogantes nos llevarían a tratar -como requisito ineludible previo a cualquier respuesta desde el plano penal- el valor del consentimiento de la víctima en el derecho penal y la relevancia penal del móvil en las conductas criminales. Sin embargo, cabe acotar que la sanción penal es la ultima ratio a la que el sistema debe recurrir cuando carece de cualquier otra respuesta frente a la conducta disvaliosa cometida. Y que debemos tener siempre en cuenta que no debe ser el Derecho Penal quien –por norma- esté llamado a resolver los conflictos sociales. Antes bien, en un Estado de Derecho debe intentar procurarse un equilibrio entre las conductas individuales (las denominadas en la actualidad “autorreferentes”, y amparadas por el art. 19 CN), y los intereses legítimos del cuerpo social. Debe plantearse -entonces- muy seriamente cuál es el bien jurídico que se tutela a través de la incriminación de la eutanasia. Porque habría que determinar -como un paso previo- si desde el punto de vista constitucional existe -paralelo al derecho a la vida- un derecho a morir con dignidad, y -en caso afirmativo- quién es el titular de ese derecho y cómo debería ejercerse el mismo. Es que el ser humano, desde su nacimiento hasta su muerte presente una característica intrínseca a su individualidad, que es la “dignidad”. Y es esta “dignidad” la que nos permite aseverar que no sólo debe tenderse a proteger la vida en cuanto a su cantidad sino también en su calidad. Tal es la “dignidad” del ser humano, que sus despojos merecen protección jurídica en cuanto a su inviolabilidad y al derecho a tener un ritual fúnebre. Por de pronto, no podemos ignorar que si dentro del Derecho Penal se ha otorgado relevancia al móvil de una conducta (como en la vieja figura del infanticidio, la figura de la extorsión del art. 169 CP) y también al consentimiento (por ej.: prácticas deportivas riesgosas, intervenciones quirúrgicas con fines terapéuticos, la figura del aborto del art. 86 CP), resulta conveniente meditar si la afectación del bien jurídico en el caso del homicidio eutanásico es igual a la lesión producida por el homicidio simple; y si frente a éste, no existe un derecho individual de mayor entidad, amparado por el art. 19 CN, que nos permitiría propugnar la desincriminación de la conducta eutanásica y su regulación a través de la legislación civil (como, por ejemplo, el denominado “living will” del derecho anglosajón). Por lo que -si bien desde la óptica en la que el tema de la eutanasia está planteado en la actualidad en nuestro país- una respuesta inmediata y provisoria debería provenir del campo penal; una respuesta mediata y definitiva debería ser dada en forma interdisciplinaria, sacando el tema del ámbito estrictamente penal y colocándolo en su verdadera dimensión, como problema social-jurídico-cultural-filosófico-constitucional, donde la amenaza de la sanción penal no cumple ningún fin valioso y útil en sí misma.
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